
El sol ya comenzaba a asomarse en el horizonte, tiñendo de naranja las copas de los álamos y despertando con su calor la tierra que ya estaba húmeda de rocío. En el corral, los caballos relinchaban impacientes, sabían que el herrador estaba por llegar.
Don Javier apareció a lo lejos, con su paso firme y su caja de herramientas colgada al hombro. Era un hombre curtido por el viento y el fuego del yunque, con manos de dedos gruesos y uñas negras de tanto clavar. Se acercó al primer caballo, un criollo de pelaje tordillo que se mantenía inmóvil, como si entendiera la importancia del momento.
Con una mirada que transmitía calma, Don Javier comenzó a trabajar. Primero, limpió el vaso con su rasqueta, retirando barro y piedras. Luego, con una lima, dio forma al mismo, eliminando las partes desgastadas y desparejas. El sonido del metal raspando la pezuña resonaba en el aire, mientras el caballo permanecía quieto, confiado en las manos del experto.
La herradura, forjada en el fuego de su taller, fue colocada con precisión. Los clavos, introducidos con destreza, se ajustaron firmemente, asegurando la protección del vaso. Don Javier remachó con su martillo, y el trabajo continuó sin prisa pero sin pausa. Todavía quedaban muchos criollos para herrar, algunos más ariscos otros más masones, tordillos, bayos, lobunos y oscuros.
El sol ya estaba oculto cuando terminó. Los caballos, ahora con sus vasos protegidos, trotaron por el campo con paso firme. Don Javier se alejó, dejando tras de sí el eco de su oficio y la huella de su dedicación. En el campo, el sonido de las herraduras al golpear el suelo era música para los oídos de quienes entendían el lenguaje de la tierra y los caballos.
Me quedé admirada con la elegancia y la templanza con las que Don Javier manejaba su oficio, con un gateado medio arisco y celoso de manos, se dejó herrar como un nene deja que su madre lo bese, y cuantos otros más que de carácter difícil se dejaron domesticar.
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